Buenas y santas, mis queridas y queridos ‘parkinjóvenes’:
Vuelvo a escribir después de un tiempo alejada de las palabras y del teclado. Supongo que este viaje es así: a veces estamos más comunicativas que otras. Pero aquí estoy de nuevo. Estoy encendida, y eso se nota. Lo digo metafórica y literalmente. Ayer, 30 de mayo, por fin han encendido mi neuroestimulador. Pero quiero contarles la historia desde el principio: allá vamos.
Mis primeras aproximaciones al DBS
Muchos se preguntarán qué significa esa bendita sigla de la que tanto hablamos algunas personas con párkinson. DBS son las siglas en inglés de deep brain stimulation, o estimulación cerebral profunda-ECP, que por alguna razón es una sigla que tiene menos éxito en nuestra jerga parkinsoniana. Yo no recuerdo exactamente cuándo escuché por primera vez el término, pero creo que fue de la mano de mi amiga Alba, que tuvo a su papá con párkinson de inicio temprano muchos años antes de que ese horroroso diagnóstico llegara a mi vida.
Ella me hablaba del neuroestimulador (otra forma de nombrar lo mismo, ¡qué manía esta comunidad médica de llamar de mil maneras diferentes a lo mismo!) y yo, como siempre curiosa y aventada para el uso de buscadores, lo busqué inmediatamente.
«La Estimulación Cerebral Profunda (DBS) es una técnica neuroquirúrgica que consiste en implantar electrodos en regiones específicas del cerebro, como el núcleo subtalámico o el globo pálido interno. Estos electrodos están conectados a un generador de impulsos (similar a un marcapasos) que se coloca bajo la piel en el tórax. El sistema emite impulsos eléctricos controlados que modulan la actividad neuronal anormal, ayudando a aliviar síntomas motores en enfermedades como el párkinson, distonía o temblor esencial.»
“Vaya como un ‘marcapasos’ cerebral”, pensé. “Qué maravilla cómo avanza la ciencia”, también pensé. Pero mi mente, por alguna razón, bloqueó esas vías neuronales hasta varios años después.
Mi diagnóstico y mis primeros pasos
Como muchos y muchas de nosotras, recuerdo claramente la fecha en la que fui diagnosticada: el martes 21 de mayo de 2019. Personalmente me gusta conmemorar (que no celebrar, evidentemente, ¿quién puede celebrar un diagnóstico de esta calaña?) la fecha en la que considero que “nacemos de nuevo” como una persona nueva, con sus nuevos desafíos y nuevas esperanzas.
Estos años se me han pasado lentísimos (quién sabe por qué), y me parece que llevo una eternidad con esto. “¿Quién va a discutirle a una persona con párkinson que el tiempo pase lento?”, pienso cada vez que alguien se atreve a cuestionar mi subjetividad objetiva al hablar de la sensación de velocidad del paso del tiempo.
Al principio me negué a la posibilidad de medicarme. En realidad, me estaba negando a la posibilidad de (sos)tener este diagnóstico a mis 35 años. Me sentía invencible. Me costó mucho asimilar, pero pasó la pandemia. Como ya sabéis, no hice pan, pero estudié muchísimo sobre nuestra condición. Hice mucho yoga. Medité. Medité. Medité. Y junté fuerzas de donde no las había y salí del armario parkinsoniano casi dos años más tarde en @felizconparkinson
Ahí sí empezó mi viaje. Me di cuenta de que había más gente como yo; encontré mi comunidad parkinsoniana. Encontré empatía, entendimiento y fuerza. Fuerza para seguir luchando y para seguir viviendo. Luego vendría la campaña “feliz con párkinson”, en la cual me demostré a mí misma que no estaba sola.
Y todo lo que vino después con @parkinson.joven.
¿Cómo empezó #miprocesoDBS?
Esto empezó allá por septiembre de 2023. Tenía cita con mi neurólogo y, un poco atrevida y un poco descreída, le comenté que había buscado los criterios de inclusión para la técnica y creía que los cumplía. Además, estaba teniendo problemas en el trabajo (recordemos que yo trabajo de neurofisióloga, una profesión que requiere cierta destreza manual). Mi neurólogo me miró con cara sorprendida y me dijo: “¿Qué quieres decir? ¿Que quieres someterte a estimulación temprana?”, me preguntó. Le respondí que sí con mucha seguridad, sin entender muy bien lo que me decía. “Pues bien, lo conversamos con el equipo de neurocirugía”, me dijo. Y ese día me fui a casa con una sonrisa gigante, sin entender mucho todavía lo que había solicitado. Pero sentía que era por mi bien. Sentía que algo iba a ir mejor.
En marzo de 2024 me sometí al comité evaluador de pacientes candidatos a la estimulación cerebral profunda. Es importante entender que este tratamiento, como muchos de los que recibimos las personas con párkinson, no es para todas las personas. Hay que cumplir unos estrictos criterios de selección que este comité (constituido por los equipos de neurología y neurocirugía del centro) se encarga de evaluar meticulosamente en cada caso.
Me sometí a la primera prueba de fuego: desenmascarar a mi párkinson crudo y real quitándome la medicación para que el comité pudiera evaluar la respuesta que tengo a la levodopa. Tuve que ir sin tomar la medicación que llevaba tres años tomando. Y le vi por primera vez la cara al diablo este que habita mi cuerpo sin permiso alguno. Fue espantoso. De las peores experiencias que le puedo “no recomendar” a una persona.
Entrar en la lista de (des)espera
En septiembre de 2024, un año más tarde, entré en la lista de espera de neurocirugía. Y (des)esperé y (des)esperé mientras mi paciencia y mi calidad de vida se iban yendo por el garete. Sé que no hay nada peor en esta vida que compararse con el o la de al lado. Es algo en lo que es fácil caer, pero debemos recordarnos cada minuto de nuestra vida: nuestro viaje es único. Desde que entendí eso, vivo más feliz y más liviana. Nadie pudo haber nacido en las mismas coordenadas que tú en el momento astrológico de tu nacimiento. Pues eso: nadie puede experimentar ‘lo que sea’ como tú. Y es así: cada una y sus circunstancias.
Y las circunstancias me llevaron a que, como si de una película de Álex de la Iglesia se tratara, el día 3 de abril de 2025, mientras me dirigía cojeando y llorando a interponer una denuncia por suplantación de identidad (sí, queridas, me suplantaron la identidad y pidieron un crédito a mi nombre y me llegó una demanda por un dinero que nunca pedí y que supuestamente debo a unas empresas), me llegara la llamada de la esperanza: el neurocirujano me ofrecía operarme el día 16 de abril. Sí, con 13 días de antelación te llama un señor y te dice que te abrirán el cráneo para colocarte un dispositivo que cambiará para siempre tu calidad de vida.
Porque, si hasta ahora no lo dije, supongo que es el momento. Este tratamiento no nos cura del párkinson. El párkinson sigue siendo la segunda enfermedad neurodegenerativa e incurable más frecuente tras el alzhéimer. Y esto es así: una realidad que va concatenando un tratamiento detrás de otro, todos direccionados a lo mismo: mejorar nuestra calidad de vida.
La intervención que ha mejorado mi calidad de vida
Y así fue que el 16 de abril pasado, a las 17:45 h aproximadamente, me desperté en la unidad de cuidados intermedios postanestesia del hospital. Lo último que había oído, a las 7:15 h de ese mismo día en el quirófano, había sido: “Propofol 4 mg…” o algo así, antes de quedarme profundamente dormida bajo los efectos de la anestesia general a la cual te sometes durante toda la intervención en mi centro (las características de cada intervención pueden variar entre diferentes equipos de neurocirugía en diferentes centros del Estado español, así que antes de opinar de cualquier asunto relacionado al DBS, te recomiendo que, como siempre, te informes bien).
La intervención duró aproximadamente cinco horas. Las cinco horas más largas en la vida de mi madre, que vino desde Argentina a acompañarme en todo el proceso. Como vivo sola, se recomienda que alguien de tu entorno cercano pueda acompañarte durante la intervención y los cuidados posteriores. Mi madre llegó en febrero y pudo ser testigo de la peor versión de mí los días previos a la intervención: estaba cansada, desahuciada, desesperanzada y agotada de luchar en contra de un gigante con el que nunca podremos. Mi madre esperó pacientemente, tragándose los miedos y fantasmas de toda madre, que el Dr. Jordi Rumià (el mejor profesional y ser humano al que le puedas encomendar tu hija) pronunciara mi nombre y le dijera que todo había ido “dentro de lo esperado”.
Unas horas más tarde, yo salía de la anestesia en la unidad de cuidados intermedios, lugar en el que pasaría las seis horas posteriores a la intervención sin contacto con el exterior. Mi mamá y mi círculo ya respiraban aliviados. Y yo despertaba envuelta en cables, con una curiosa molestia en mi nuca. No me dolía nada, solo me molestaba un poco la nuca. Tardé unos minutos en entender qué pasaba, pero solo unos segundos en estirar por completo (y cuando digo por completo es literal) mi mano derecha, que hacía ya años que estaba “en garra”. No pude evitar emocionarme y llorar sola, envuelta en cables y caras desconocidas que iban y venían.
La magia instantánea
Ese efecto inmediato, a pesar de que el aparato estaba aún apagado (y seguiría estando así unas dos semanas más), está descrito. Y se debe al efecto mecánico que los electrodos (si son dos, uno del lado derecho y otro del lado izquierdo) ejercen sobre los núcleos cerebrales en donde se implantan. Parece magia, pero es ciencia. Los electrodos se colocan exactamente en los núcleos que se descontrolan por la falta de dopamina y te producen los síntomas. Es por eso que el alivio en los síntomas es inmediato.
Estuve despertando unas horas más y a las 20:45 h ya estaba en la planta, reunida con mi madre y mi hermana, que tendrías que haberles visto la cara al verme. La recuperación fue rapidísima: el día 18 de abril, al mediodía, ya estaba en casa. Con un par de incisiones que me atravesaban el cráneo de lado a lado, con 37 grapas, y una pequeña incisión en el pecho donde se aloja ahora mi nuevo “marcapasos cerebral”.
Pasaron dos semanas hasta que el 30 de abril ingresé para el encendido del aparato. La magia instantánea fue desapareciendo poco a poco mientras volvían a aflorar los síntomas. Para el ingreso me pidieron que fuera otra vez en “off”. Así que volví a enfrentarme a la cara del verdugo la noche anterior al ingreso y pasé la peor noche de mi vida. La rigidez volvía a hacerse con mi cuerpo, los temblores aparecían sin ton ni son, no encontraba alivio ni postura para aliviarlos.
Otra vez “encendida”
El 30 de abril me presenté de nuevo en el hospital para el encendido. Se programa un ingreso para que puedan controlar mejor que todo vaya bien. El camino al hospital fue el camino del horror: habían vuelto las distonías (que habían desaparecido por completo desde la magia instantánea) y llegar a un taxi me costó más que la subida del Everest (y eso que nunca he subido el Everest, jajajaja).
El equipo de neurología al completo se presentó a ocuparse de mi caso (en los hospitales universitarios es lo que pasa, los equipos están enriquecidos de nuevos aspirantes a expertos) y se pusieron manos a la obra. Encendieron una tablet, me acercaron un dispositivo al pecho y empezaron con la odisea. Midieron un par de cosas y, de repente, me dijeron: “Iniciamos la estimulación”. Fueron subiendo la intensidad mientras mi rigidez empezaba a desaparecer de nuevo, la lentitud se volvía imperceptible y los temblores se desvanecían. Me hicieron caminar, y no cojeaba. No había distonías. Todo funcionaba correctamente, de momento. Como bien me alertaron, nada es definitivo. El proceso de ajuste recién comenzaba y, como siempre, había que manejar las expectativas. Se despidieron y se fueron. Mi madre me abrazó y nos fundimos en un abrazo y un llanto de emoción que me dura hasta ahora.

Lucía Ferro Florentín
Soy Lucía, médica bioquímica y convivo con párkinson. Soy muy curiosa y aprendo rápido. Por eso estudio otra especialidad (también extraña y poco conocida): neurofisiología. Desde mi diagnóstico me he vuelto experta en encontrar información relevante para vivir mejor. Y la comparto.
- Me gusta: el mate
- Detesto: el mansplaining